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Noticias,
Reportajes, Entrevistas sobre la Música
de Cuba, sus Protagonistas, su
Historia... y mucho más. |
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Nº
1
Noviembre
de
2007 |
VICENTICO
VALDÉS
KABIOSILE
VICENTICO VALDÉS
.
Por Ramón
Fernández-Larrea
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Su
voz era tan espesa como la noche de
mi pueblo. Obligaba a mirar al
cielo a los amantes. Los
borrachitos tristes del bar de la
esquina, olvidados sus malos
amores, cuando ya no sabían ni por
qué pena lloraban, salían
envueltos de llovizna y oscuridad a
comprobar si alguna vez la luna había
tenido adornos. En la invencible
victrola seguía la voz de burla y
pasta de Vicentico Valdés,
llegando sibilina desde México o
Nueva York, confesando su inmensa
culpa, con desparpajo célebre:
“Los aretes que le faltan a la
luna/ los tengo guardados/ en el
fondo del mar”.
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Tuvo
que pasar el tiempo para que me
gustara. El tiempo, el implacable,
que va desgajando esperanzas y
sembrando nuevas y absurdas
nostalgias. Tuve que perder un país
para que esa voz suya, entre
burlona y gangosa, fuera una de mis
pequeñas tierras conquistadas. Y
arribé entonces al dolor del corazón
de Vicentico Valdés portando mis
dolores descoloridos y rabiosos,
como explicándome, en la pesadilla
del derribo de todas las fronteras,
por qué a mi padre le brillaban
los ojos cuando le escuchaba, en
aquellas tardes lentas, en la placa
incesante que parecía mordida por
un animal más feroz que el tiempo.
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Así
supe que había nacido en Cayo
Hueso, el barrio espléndido al que
todavía entran con cierto temor
los pacatos. Un sitio de puertas
extrañas donde hay músicas recónditas
y toques de tambor, y donde la
memoria de los chéveres del
universo va cabizbaja en el
recuerdo de unos zapatos de dos
tonos que son sombra en el aire de
la ciudad. Allí se abrió su corazón
al siglo el 10 de enero de 1921, un
año antes de que Alfredo “el
Chino” Zayas, tartamudo y sagaz,
presidente de una República
temblorosa y casi a contrapelo,
inaugurara, discurseando en inglés,
la primera emisora de radio de mi
isla, y por donde iba a salir, años
más tarde, sinuosa y para siempre,
la voz de aquel mulato, hermano de
otros músicos instalados en el
viento sonoro de mis razones.
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Creció
envuelto en esa música profunda,
con el llamado incansable de los
cueros que invocaban la presencia
de orishas guardianes, y que también
ayudaban a contar historias de amor
y de presidio. Por ello transitó
las rutas endiabladas del son y la
guaracha antes de encontrar la
plenitud cadenciosa del bolero,
donde desplegó su personal y
subyugante estilo.
En 1937, cuando comenzaban aquellas
espléndidas mezclas entre el jazz
y el son, que dieron nuevos
horizontes a la música cubana,
Vicentico Valdés, junto a su
hermano Alfredo, fue voz de
sabrosura del legendario Septeto
Nacional, que había fundado
Ignacio Piñeiro, y anduvo un
trecho en la segunda etapa de esos
músicos de avanzada. También
curtió su garganta entre las
huestes de otro grande: Cheo Belén
Puig, con cuya charanga aprendería
los silenciosos misterios del danzón.
Cerró con broche de oro esa década,
integrando una de nuestras primeras
jazzband, la Orquesta Cosmopolita.
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Pero
el horizonte le oprimía. México
le abrió las puertas, como a
tantos otros cubanos, y desde 1944
al 47 saltó de orquesta en
orquesta grabando incansablemente
todos los ritmos. Sospecho que fue
allí, cuando grabó el bolero
“Obsesión”, de Pedro Flores,
que intuyó todo el fervor que podía
darle a un género que cambiaba con
inusitada velocidad de formas y
estilos, y donde ya comenzaban a
campear por sus respetos esas
cofradías del corazón que fueron
los tríos mexicanos.
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Sin
embargo, presintió que tal vez no
estaba allí la puerta secreta de
su gloria y viajó a la gran
manzana, donde la música de Cuba
comenzaba a arder, y desde donde se
le medía mejor el pulso al
planeta. Tuvo razón al hacerlo. En
Nueva York fue acogido por dos de
las mejores agrupaciones latinas
del momento, curiosamente,
boricuas; así fue continuador de
la vibrante simbiosis que ya se había
establecido entre las músicas de
las dos islas hermanas. Vicentico
Valdés empezó a ser conocido por
el ambiente latino de la mano de
las orquestas de Noro Morales y de
Tito Puente.
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Entonces
llegó su momento, en los albores
de los años 50. Era tanta su valía,
la solidez de su extraña manera al
decir, y la cálida lumbre con la
que su corazón cocinaba los
boleros, que se impuso en los años
de más grande esplendor de
nuestros ritmos, aquella
sorprendente época de oro, donde
reinaban en el género voces tan
grandes y disímiles como Benny Moré,
Olga Guillot, Toña la Negra, Agustín
Lara, Pedro Vargas, Daniel Santos,
Bienvenido Granda, Orlando Vallejo,
Lucho Gatica o Panchito Riset, por
mencionar algunos. El bolero le
abrió un espacio para que él
irradiara, y con ello fue, palmo a
palmo conquistando los azorados
sentimientos de viejos y jóvenes,
de amantes taciturnos o pasionales,
y hasta de aquellos borrachitos de
pesado olvido que salían distintos
del bar cercano a mi primera casa
en este mundo.
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Transcurrieron
largos años de intenso quehacer,
de fulgurante discografía, de
elevarse hasta el cielo para clavar
allí, por siempre, temas de amor
que nadie cantaría nunca más como
él, o en los que será, para
siempre, obligada referencia, como
una marea inevitable que muerde los
bordes apagados del recuerdo. Y
caso insólito, estando en Cuba sin
estar, ya cuando decidió que los
regresos eran imposibles, fue de
los pocos que tuvo programa radial
propio, como si en su sentir
anduviera toda la memoria de un
pasado glorioso que el pueblo no se
cansaba de avivar. Durante más de
treinta años, cuando se abría
sobre la capital cubana el mediodía
de entrecruzadas somnolencias, la
voz de Vicentico Valdés entraba en
las casas anunciando que seguía
escondiendo los aretes de la luna,
en un espacio de lunes a viernes
emitido en la COCO “el periódico
del aire”, una emisora que supo
mantener ardiendo el rostro de lo
que habíamos sido.
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El
26 de junio de 1995, el cuerpo que
contuvo las sangres misteriosas de
Vicentico Valdés, dijo adiós al
cielo de Nueva York, y todos los
cielos se hicieron plomizos ante la
noticia que La Habana no supo
oficialmente. Al siguiente día,
como todos esperaban, su voz volvió
a inundar las ondas de la vieja
emisora desde el programa
“Vicentico en la tarde”. Eran
las cuatro tras el meridiano, y él
continuaba, burlón, pausado, con
un decir tan aplastante como si a
uno le entrara por los oídos un
arroyo de ardiente melaza. Seguía
prometiendo hacer un collar con los
aretes selenitas.
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